viernes, 6 de mayo de 2011

ARTÍCULO SR. OBISPO




El privilegio de servirle
Algunos recuerdos personales de Juan Pablo II

Los cristianos experimentamos en nuestra vida un continuo recibir dones por parte de Dios. De esa manera, Él, como Padre providente nos va ayudando en nuestro existir. Ello nos llena de gratitud por el pasado, de gozo en el presente y de esperanza de cara al futuro. Una revisión seria de la existencia de cada uno sirve para confirmar esa verdad. Al hacer yo esa revisión me llena de gratitud uno de los grandes dones que Dios me ha concedido, don que considero un verdadero privilegio y ese es el de haber trabajado y servido durante casi once años (desde el 5 de julio de 1994 hasta el 21 de enero de 2005) al Papa Juan Pablo II como jefe de la Sección de lengua española de la Secretaría de Estado.
Mi servicio me permitió tratarle, conocerle, aprender mucho y madurar en mi fe como cristiano y como pastor, primero sacerdote y después Obispo. De Juan Pablo II recibí una muestra de estima que valoro mucho y que no podía ni tan siquiera imaginar. Fue así: el 3 de mayo del año 2003, con ocasión de su quinto y último viaje a España el Papa recibió en la Nunciatura de Madrid, antes de ir al encuentro con los jóvenes al aeródromo de Cuatro Vientos, a la Familia Real, después al Presidente del Gobierno, que entonces era Jose María Aznar, con sus acompañantes y después -todo un detalle- a mí y a mi familia: a mi madre, a mis hermanos y cuñadas y a mis sobrinos. De aquella memorable audiencia conservo algunas fotografías y un video; en una de esas fotografías el Papa, anciano y cansado, tiene apoyada su mano derecha sobre el hombro izquierdo de mi madre; en ese momento con su voz, débil pero cariñosa le dice a mi madre: "Gracias por su hijo". A mí esa frase de reconocimiento me llenó de satisfacción y a mi madre la recompensó con creces de todos los sacrificios derivados de la separación física que produjo mi servicio a la Santa Sede -estuve años en Costa Rica, Marruecos, Mozambique, y después Roma, sin olvidar que esa lejanía me impidió incluso estar presente en el entierro de mi padre. Cuando contemplo esa fotografía y viene espontáneamente a mi memoria la frase del Papa no puedo por menos que sentir una íntima y fuerte emoción y una gratitud grande a quien la dijo y cuando y como la dijo.
La cercanía -no sólo física, derivada del hecho de que el despacho en el que trabajé estaba en el mismo piso y a pocos metros del apartamento pontificio, en la "terza loggia" del Palazzo Apostólico-, me permitió tratarlo con relativa frecuencia y poder ver cómo en él, en Juan Pablo II, se cumple una hermosa promesa que Dios hizo a su pueblo y que recoge el Profeta Jeremías: "Os daré pastores según mi corazón" (Jer 3,15,). Con su vivir y su obrar entra en esa larga, larguísima cadena de hombres que desde los primeros tiempos de la historia de la Iglesia han oído la llamada del Buen Pastor y se han puesto, como él, a apacentar al rebaño de los fieles con esa nota distintiva "según mi corazón".
Los Evangelios nos presentan una imagen de Jesucristo como el orante continuo que después de la oración –a veces noches enteras- pasa a la acción y no al revés, o sea un activista que se sostenía con la oración. Jesucristo después de la oración  anuncia el Reino de Dios, llama a los apóstoles, cura enfermos, alimenta a los hambrientos, consuela a los tristes, etc., en definitiva, pasa haciendo el bien. Y esa es la imagen que tengo de Juan Pablo II: un gran orante que después pasa a una acción a favor de la Iglesia y de la humanidad entera. Oí decir que en Cracovia tenía una mesa en la capilla y allí, en oración resolvía los asuntos de la diócesis que tenía encomendada en unos tiempos que no fueron nada fáciles. En Roma pude ver como el rosario era un instrumento que casi continuamente corría por sus dedos. Su concentración en las horas que pasaba en la capilla, su fidelidad al rezo del Vía Crucis, a la Liturgia de las horas era extraordinaria, hasta el punto que tras ser intervenido quirúrgicamente después del atentado del 13 de mayo de 1981, al despertar de la anestesia, entre las primeras palabras que dirigió a Mons. Stanisław Dziwisz fueron: “Ayer no recitamos las completas”. Toda un ejemplo para los que queremos seguir e imitar a Jesús, especialmente los sacerdotes, de ser orantes para poder después actuar de cara a las exigencias del Reino de Dios.
La primera vez que vi –en esa ocasión fue desde lejos- a Juan Pablo II fue en Valencia el 8 de noviembre de 1982. En aquella celebración en la que el Papa ordenó a 149 sacerdotes de toda España, entre ellos a algunos de mi curso, pronunció una homilía que 29 años después conserva toda su actualidad y sobre cuyo contenido he pensado mucho en estos años. En concreto, un párrafo de esa homilía en la que dirigiéndose a los sacerdotes nos decía: “vuestros propios fieles os quieren sacerdotes de cuerpo entero: liturgos, maestros, pastores, sin dejar por ello de ser, como Cristo, hermanos y amigos” Me llamó poderosamente la atención y desde entonces he procurado vivir mi sacerdocio desde esa perspectiva y el ejemplo para ello ha sido, en mi caso, Juan Pablo II.
Sacerdote de cuerpo entero, liturgo, es decir, ministro de la celebración. He asistido a muchas liturgias presididas por Juan Pablo II: ninguna ha sido una repetición mecánica o rutinaria sino que en cada una he percibido la devoción y concentración con la que celebraba los santos misterios, elevaba su oración y observaba fielmente las prescripciones del ritual. En algunas ocasiones acompañé a grupos de sacerdotes de Valencia a concelebrar con el Papa en su capilla privada. Todos salían impresionados de lo que allí habían experimentado: cuando entrábamos en la capilla Juan Pablo II estaba ya arrodillado en su reclinatorio, preparándose para la Misa después de haber recitado el breviario; tras revestirse con los ornamentos comenzaba la celebración sin prisa, pronunciado cada palabra con un énfasis tan especial que dejaba huella en quienes la escuchábamos; la plegaria eucarística y especialmente la consagración eran momentos de una intensidad espiritual extraordinaria y ejemplar para los que asistíamos; su recogimiento tras la comunión encomiable. Al finalizar la Misa nos saludaba a todos y entregaba un rosario como ayuda para nuestra vida. Cada celebración era una enseñanza única e irrepetible.
Sacerdote de cuerpo entero, maestro. No le oí decir nunca una palabra estéril ni una palabra superflua o que no enseñara algo, incluso si en un ambiente coloquial bromeaba. El maestro enseña algo verdadero y de forma que ello sirva a quienes le escuchan. Imposible trazar aquí todo su perfil de maestro, Valga una anécdota del viaje a Cuba en 1998, en Camagüey en una celebración especialmente dirigida a los jóvenes. Al final de su homilía, retomando la frase de Jesús en el relato evangélico de su encuentro con el joven rico donde se dice que Jesús lo miró y lo amó (Cf. Mc 10, 21), el Papa dijo: “lo guardó y lo amó”; yo pensé que se había confundido, porque en italiano mirar se dice “guardare” y, como responsable de sus expresiones en lengua española me puse nervioso, y pensando en un posible error mío al escribir; desde mi sitio lo corregí diciéndole: “Santo Padre, lo guardó no, lo miró”· Y el repitió: “Lo guardó, lo hizo suyo”. Sabía lo que quería decir.
Sacerdote de cuerpo entero, pastor. Para un sacerdote y para un obispo el modelo de su ser pastor es el Buen Pastor, cuya imagen Jesucristo ha encarnado y ha descrito en el Evangelio. Un pastor esta siempre, incluso cuando no se ve, pendiente de su rebaño. Juan Pablo II puede decir, como San Pablo, “de muy buena gana gastaré yo de lo mío, y me desgastaré a mí mismo por vuestras almas (2 Cor 12,15). Sus viajes, incluso cuando las fuerzas físicas ya le faltaban, sus horas de trabajo, las audiencias, reuniones, encuentros…muestran una entrega y una preocupación modélica por el pueblo de Dios. A este respecto me impresionaba un hecho que por años contemplé casi cada día. Por la mañana, Juan Pablo II, antes de empezar a trabajar y recibir en su despacho, solía dedicar una media hora a pasear solo por la terraza del Apartamento pontificio. Desde la ventana de mi despacho, y también de otros de la Secretaría de Estado, se podía ver al Papa, cubierto con un manteo negro y, si era invierno, cubierto con una gorra. Paseaba, pensaba, reflexionaba… y antes de retirarse se acercaba al muro de la terraza, miraba hacia la Plaza de San Pedro y allí, de forma discreta y sin solemnidad bendecía a la gente que en ese momento atravesaba la Plaza… sin saberlo esos peregrinos y viandantes eran bendecidos por el Papa, siempre atento y cercano a todos, como corresponde a un buen pastor. En otra ocasión, llegando a la Basílica de San Pedro para celebrar la Misa solemne de la entrega de anillo a los nuevos cardenales -entre ellos el Cardenal Ricardo María Carles- el secretario Mons. Vicente Thou, vietnamita, se apresuró a cerrar la puerta del coche y le pilló el dedo índice de la mano derecha. Podemos imaginar el sufrimiento que eso puede suponer. Él, doliente, no se echó atrás y se dirigió a celebrar la Misa, que hubo de ser interrumpida en el ofertorio para curarle la herida que no dejaba de sangrar. Al día siguiente fui llamado a su despacho para recibir unas indicaciones y, al besarle la mano, me di cuenta del vendaje que llevaba y le dije: “Santo Padre, lamento lo que le sucedió ayer”; a ello me respondió como si no tuviera importancia: “Nada, un sacrificio más que ofrecer por las familias en el Año de la Familia”. Era el año 1994, que la ONU había declarado Año internacional de la Familia.
Sacerdote de cuerpo entero, como Cristo, hermano y amigo. Los evangelios nos dicen que Jesús no rechazaba a nadie, se acercaba a todos y para todos tenía siempre una palabra de consuelo, un gesto de ayuda, un alivio en el sufrimiento, una indicación para ir adelante. Y así era en cada encuentro con Juan Pablo II, sea en los hospitales, en las cárceles, en los palacios de los responsables políticos, en los encuentros con multitudes o en los encuentros privados: nadie lo pudo sentir como un personaje extraño y lejano, sino sencillamente, como hermano y amigo. A este respecto recuerdo con viva emoción un de mis primeras audiencias con él para presentarle a mi madre. Hacía pocos meses que mi padre había muerto y mi madre iba de riguroso luto, Al presentársela le dije: “Santo Padre, ésta es mi madre”, y él, en italiano me dijo: “¡Oh, la mamma, y ¿dónde está el papá?”. Yo le respondí: “ha muerto hace unos meses”. Y él, cercano y solidario, hombre de fe y de caridad dijo: “Entonces recemos un responso por él” y empezó a recitar en latín el “Réquiem”. ¡No puede haber un gesto de cercanía más viva y cariñosa!
Fue un Papa amado: un hombre valiente en la época de los grandes miedos; un defensor de la paz ante las amenazas de la guerra; un decidido defensor de la vida y de la familia ante los ataques que se presentan como equivocada expresión de progreso; un decidido amigo de los jóvenes, a los que calificó de futuro de la Iglesia y de la sociedad. Fue un personaje valiente y seguro, incluso en la enfermedad y la cercanía de la muerte. Todo ello hizo que, espontáneamente y sin programarlo, las masas que asistimos a su funeral no pudiéramos por menos que exclamar cuando su cadáver era retirado hacia la sepultura: “Santo súbito, Santo enseguida”. Éramos conscientes de su santidad: un regalo de Dios al mundo.
La cristiandad  creo que sigue experimentando su presencia, su ayuda y su valiosa intercesión. Como bien dijo el entonces Cardenal Joseph Ratzinger en la misa exequias el 8 de abril de 2005; “Ninguno de nosotros podrá olvidar como en el último domingo de Pascua de su vida, el Santo Padre, marcado por el sufrimiento, se asomó una vez más a la ventana del Palacio Apostólico Vaticano y dio la bendición "Urbi et Orbi" por última vez. Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre. Confiamos tu querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. Amén”
Al pensar en todo esto, no puedo sino decir: ¡Bendito sea Dios, que ha cumplido su promesa dándonos un sacerdote, un gran sacerdote, según su corazón en la persona primero de Karol Wojtila y después Juan Pablo II! ¡Bendito Benedicto XVI, gran colaborador y conocedor de Juan Pablo II, ahora su sucesor, que con la beatificación que ha decretado nos lo pone como figura a quien imitar, como maestro del cual aprender, como intercesor ante el trono del Padre celestial! ¡Bendito beato Juan Pablo II por lo que has hecho y seguirás haciendo por la Iglesia y la humanidad! Conocerte y servirte ha sido un verdadero privilegio.

+Vicente JUAN SEGURA
Obispo de Ibiza

1 comentario:

  1. Entrañable artículo, nos hace más cercano a JuanPablo II, si cabe, y por lo menos a mí me alegra el espíritu el leerlo. Yo he tenido la bendición de ver al Juan Pablo II en persona en muchas ocasiones, una de ellas a menos de tres metros, pero quizás nunca lo he sentido tan cercano como en esta ocasión, ¿será por aquello de la Comunión de los Santos? . Seguro que sí.

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